¡Paranoia!

Es martes. Claro. Tenía que morir en martes. Ya son las tres cuarenta y cinco y mi pierna izquierda no se deja de mover. Miro mis dedos como si mi vida dependiera de ellos y sus movimientos.

¡Paranoia!
Photo por Mario Heller / Unsplash

Algún martes de agosto del año 2015.
San Diego, CA
— Nota del autor —

Es martes. Claro. Tenía que morir en martes. Ya son las tres cuarenta y cinco y mi pierna izquierda no se deja de mover. Miro mis dedos como si mi vida dependiera de ellos y sus movimientos. Escucho el ruido que genera la televisión a medio volumen, el extractor del baño, el rugir de voces jóvenes celebrando dos o tres pisos arriba y el ronquido de una mujer desnuda que me regaló una paz que no conocía. Pasan minutos enteros entre cada línea que voy escribiendo tras equivocarme repetidamente de tecla. Tengo una compulsión por vigilar mis movimientos, estoy ansioso. Sin darme cuenta se escurre mi baba por el lado derecho de mi boca y viscoso se instala en la porosidad de mi camiseta blanca, dejando un círculo semi-perfecto que exploro con mi dedo y lo vigilo mientras arrastra consigo una estela de saliva espesa. Escucho disparos de bala, salto ante el sobresalto. Es la televisión.

Regresa la calma y el ruido. Escucho gente caminando por el pasillo. Mis oídos se agudizan pero no encuentro molestia en el ruido. La mujer se da vuelta. Empiezo a escribir sin pausa, afuera comienza a relampaguear pero no llueve. Nuevo correo. Es Gerardo, hace meses que no sé de él. Pasará una eternidad, pues aunque intento despegar mis dedos del teclado no consigo abrirlo. La mujer hace un movimiento brusco y jadea. Siento ganas de orinar pero aprieto mi vejiga. Escucho sirenas de policía, tiemblo antes de darme cuenta que es la televisión. Mis sentidos recogen sólo lo que temen. Estoy paranoico. Mis piernas no dejan de moverse. Arrastro mis pupilas de izquierda a derecha buscando el error que mis dedos no consiguen localizar con el cursor. Hoy sé que soy un cobarde, que lo he sido desde hace muchos años.

Siempre lo supe, pero nunca lo creí. Hoy cojo valor no sé de dónde pero no me tiemblan los dedos al escribir estas líneas. Estoy en el Marriot de Harbor Drive. En ¡mi cama hay una mujer dormida a la que no pude penetrar porque mi pene está flácido a causa de la cocaína y el alcohol, aunque debo confesar que me gustó mirarla a los ojos por el tiempo que permaneció despierta. Le ofrecí cocaína, pero se negó. Sentí pena. Me encantan las mujeres excitadas, pero también me resulta fascinante el «no». Yo jamás podría decir que no. Para nosotros los adictos el «no» tiene otro significado. No me importa que la cocaína se vaya a terminar pronto: las drogas son como la comida, nunca se niegan. El valor que me invade al escribir estas líneas mientras mis ojos arden tras tres días sin dormir y que me sostiene despierto viene de otros lados, de lejos. Viene de otras dimensiones o tal vez del más allá, de donde estoy más cerca que lejos. Ya estoy perdiendo la cordura, o la consciencia. Esta mujer me cobrará la cuota más cara jamás cobrada por mirar a alguien a los ojos por apenas unos minutos que no podría pagar con mi vida entera porque con nada me alcanza para comprar la paz que me ella me fió. No me sé su nombre ni su edad ni su nacionalidad. No sé si me miente o me dice la verdad cuando dice que le gusta mi cara maltratada por los golpes y el paso de los años. Debe de tener unos dieciséis o diecisiete, aunque ella diga que tiene diecinueve. Doscientos dólares la hora, suputamadre.
Se da media vuelta. Por primera vez veo su cuerpo extendido como una sábana que se levanta liviana en el aire tranquilo del atardecer, y logro ver sus senos: son pequeños, separados tal vez por la posición en la que está acostada, pero desde aquí se ven firmes y me gusta que tenga los bordes definidos como si fuesen trazos sobre un lienzo. Sus pezones son apenas oscuros, pero su vientre es rosado, es fácil de notar ya que no hay rastro de vello en su pubis. Siento unas ganas arrebatadas de acercar mi boca a la suya y sentirme parte de los miopes que contó Cortázar. Jugar a los miopes para después descrubir sus ojos de gata. No sé por qué, pero esta mujer — niña, o lo que sea — me causa cierto temor. Le tengo miedo. Su independencia me molesta, y me inquieta. Su calma me resulta incómoda. Su paz me atribula y me exaspera, su tranquilidad es irritante. Maldita vieja. Siento de pronto ganas de golpearla y quitarle el poder que su calma ejerce sobre mí. Su nariz me da picones y me molesta desde la distancia. Se está burlando de mí. Su boca abierta deja ver sus blanquísimos y grandes dientes blancos. Sus ojos no son grandes ni chicos, son típicos y normales pero hondos como las fosas Marianas. Sus nalgas son grandes y con estrías que evidencian, quizá, una pérdida de peso reciente. Su ombligo se posa sobre una lonjita minúscula, que no la invade ni la domina ni es agresiva, pero desde que la vi, la sé necesaria para contener su belleza completa.

Esta mujer vino a distraerme con su cuerpo exquisito y yo sin un puto Viagra. Regreso mi mirada a la computadora vieja que conservo por codo y por la resignación a empezar otra vez, yo no sé nada de esas pendejadas de la nube ni de backups, ni mucho menos. Hace once años que tengo esta laptop y no la cambio porque no se me da la chingada gana y tampoco tengo ganas de explicarlo porque sé que no les importaría. Conectado a un puerto de mi laptop está uno de esos cables piratas USB azules del Stripes que no sirven para nada, por eso cuestan un dólar. Mi móvil está apagado desde el viernes en la mañana que salí de casa de mi madre en San Isidro.

Recuerdo por qué estoy aquí. Repaso todo. Repaso, recuento, remembro. A mi mente regresa como un flashback el calor inclemente del desierto de Sonora aquel agosto del 2009. Los ojos de muertadehambre de doña Esperanza pidiéndome algo que yo iba hacer de cualquier modo, pero que al pedírmelo me entraron ganas de dejarlos achicharrarse y morirse en el vagón. Recordarlo es difícil. El apretón de manos desbordando gracias de wey con sombrero, Don algo Reyes. No recuerdo su nombre pero nunca podré olvidar sus ojos tan oscuros y llenos de terror como la noche en que probé por primera vez el crack.

Nuevamente se instala el ruido y con él, otra vez la calma en modo de alerta. Recibo un correo de Bank of America: Insufficient Funds. Tenía que ser martes. En la cartera no tengo nada; no hay papeles ni tarjetas ni credenciales ni dinero ni notas ni nada, sólo la foto de mi hermana que se sacó en el ‘94 jugando con unos Hot Wheels porque no le gustaron nunca las muñecas. Me dejó solo en el ’99. Yo tenía apenas 11 años. Me tiembla el cuerpo sólo de pensar que me está viendo en este momento. Ojalá que no exista el purgatorio o al menos que todos allí sean ciegos. No soportaría saber que mi hermana me ve. Perdóname, hermanita… esta puta manera de morir. Perdóname.

Doy un brinco brusco y vuelvo el cuello hacia el televisor: balas otra vez. Siento el ritmo doblarse y sé que aquí empieza mi locura. Estoy pensando tres veces más rápido de lo que mis labios sin hacer ruido pueden articular. Mis piernas se aceleran. Preparo una línea de cocaína. No tengo ni siquiera un dólar así que uso un popote de Whataburguer y que por lo ancho dificulta la succión. Sin querer, soplo con mi boca al agarrar aire y la línea se deshace y golpeo bruscamente la mesa de frustración. La laptop parpadea, por poco pierdo todo. En este momento le pico save. La mujer pregunta qué pasa. Yo lamo desesperado la mesa con mi lengua seca y áspera, esperando encontrar en su camino el fino polvo blanco que me habitará cuando muera. La mujer se cubre los pechos. Suena su celular. Lo miro fijamente y juro que si hace un atentado por contestarlo la golpearé en la cara con el puño y le tumbaré los dientes. Me distraen unos pasos. Escucho pasos acercándose al cuarto del hotel. Ella me confirma que también los escucha y los dos volteamos hacia la puerta esperando el llamado. Ella me pregunta quién es, le respondo con desdén que no tengo puta idea. Mientras se cubre los pechos me siento poderoso. Ella me voltea la mirada. Me gusta que se cubra con sus manos los senos y con la sábana su entrepierna. El pudor se manifiesta y antes de poder lanzar mi cuerpo sobre el de ella, llaman a la puerta con determinación. Me sobresalto. Me pongo de pie eufórico. No puedo contener la paranoia que me invade. Me llevarán a la cárcel y no podré morir. Sólo me quiero morir. Le digo con mis gestos y mi dedo que no haga nada de ruido. Pasan los segundos y el ruido vuelve a flotar en la habitación. Tocan la puerta otra vez. Seguro es la policía, seguro es el pimp de esta vieja, seguro es mi hija Paula. Chingado, qué me está pasado… Vuelven a tocar pero esta vez más fuerte y yo estoy con las venas del cuello hinchadas, los puños apretados clavándome las uñas en la palma de las manos y expulsando saliva espumosa de mi boca por la deshidratación. Ella me mira con miedo. Un relámpago nos descubre en la oscuridad y puedo ver el terror que la invade. Se pone de pie en un brinco y busca mi mano que encuentra y aprieta con aferro. Cuando la luz se va ella sigue prensada a mi brazo izquierdo. Siento su calor y su respiración agitada pero liviana y jovial. Quiero que se acerque más, que me abrace. Quiero que toquen la puerta, que haya relámpagos, que llegue la policía, que suceda lo peor. Quiero esta mujer me necesite. Que se subleve ante mí para sentirse segura. Una vez. Que me necesite alguien por una vez en mi vida. Tocan nuevamente y antes de ser distraídos por las dudas, un papel que se desliza bajo la puerta. La mujer se apura a recogerlo. No me gusta que se separe de mí. Me gusta su mano apretando mi brazo, y su aliento soplando sobre mi piel bañada en sudor de químicos. Toma la en sus manos y comienza a mover los ojos y los labios con evidente apuro, como quien espera llegar a un desenlace esperado por años. Al verla recuerdo el día que me llegó la carta de universidad. Tenía más o menos su edad. Le pregunto qué es. Ella calla. Mi respiración empieza a relajarse. Me echa una mirada burlona. Sabe que me controla y que no puedo hacerle daño. Me enseña el papel. Me buscan abajo. Le sigue una carta que no quiero leer. Si no me van a matar no me interesa. Suena el teléfono, pero el ruido, o mi high, revuelve todos los estímulos, todos. Ruidos y sonidos y timbres y murmullos y quejidos y crujidos y jadeos y voces y pasos y truenos y gemidos y todo se mezcla y todo molesta. La televisión parece estar sorda. El sol empieza a salir. Es ahora o nunca: tengo que matarme. Tengo que morirme. Regreso a mi computadora y comienzo a escribir de nuevo. Han pasado apenas veinte minutos. Mi computadora vieja de nueve kilos y medio contiene más de mí que yo mismo. Aquí está todo, pero está como en estado vegetal pues si la desconecto de la luz, se apaga. Le pico nuevamente save. La paranoia se instala de golpe aunque mi respiración está normal. El sol se siente bien. Ella está vestida ya. Yo estoy listo y decidido a morir. Ella no sabe nada de nada y me gusta. La veo pasearse impaciente y me irrita. Sé que no se quiere ir. Le teme a algo, pero no sé leerla. Sus ojos tan ojos cualquiera no me dicen nada. Del miedo aprendí a leer gestos pero en ella el miedo me confunde más. De pronto rompe el silencio y caigo en cuenta de que me quiere cobrar pero no hallaba el modo. Me hago pendejo escribiendo. La tele está encendida y hay ruido otra vez. Me gusta el ruido ordinario con independencia de timbre y tono, de volumen no.

Ya son las siete de la mañana. La tonadita de la chingada bola amarilla de Televisa me remonta a mi niñez, cuando pasaba las tardes de verano en Monterrey en casa de mis padres — sólo los veía los veranos — viendo las telenovelas a medio metro de la televisión. “Te vas a quedar ciego”. Y sí. Soy un miope sin arreglo, seguramente por estar de marica viendo La Usurpadora con Gabriela Spanik. De niño me repugnaban las personas infieles. Más que por infidelidad porque me asustaban las reacciones de las actrices cuando se enteraban que les habían puesto el cuerno. Eran escenas dramáticas al mame, con música de suspenso tipo Jeepers Creepers. Yo veía e interpretaba el dolor de las actrices y así desarrollé un asco tremendo por los infieles y los adúlteros. La escena era tan arrolladora que mi cuerpo de 7 años se estremecía y se tensaba, y pronto me acondicioné. Al igual que la cocaína, las situaciones de tensión me fueron acondicionando al estado siempre inminente de tensión al grado que me volví un cobarde. Y no tardé en reconocerlo cuando me alcanzó la inteligencia, que nunca fue mucha.

Como todo un niño clasemediero regio, hijo único de padre desempleado, golpeador e ignorante, y de madre dura como una roca y alcohólica los últimos años que vivió, me pasaba las tardes solo en la casa con la muchacha — que me contaría mi madre, mucho después, que yo la quería mucho y ella a mí, aunque yo no recuerdo para nada, a pesar de que había una foto en el recibidor de la casa. En la foto salimos los dos viendo a la cámara mientras yo golpeo una piñata en mi fiesta de cumpleaños, ella sonríe pero en mí no existe su recuerdo. De las novelas, en cambio, me acuerdo perfecto, me acuerdo de todo o casi todo. Gracias a las novelas aprendí también a perfeccionar mi español, pues en casa de mi tía Laura sólo se habla inglés y con siete años uno no se pone a pensar mucho en qué consiste la preparación para una vida ni en esos cambios tan fundamentales que trae consigo la violencia intrafamiliar.

Aún pienso en algunas escenas y me rijo por algunos argumentos y guiones tan determinantes como el aleteo de una mariposa Monarca, tan fatuos como ese martes. El martes. Ese martes, el único martes importante en mi vida hasta ahora y para siempre. Un martes también, entendí que la importancia no siempre es buena, aunque sí siempre tenga algo de relevancia o trascendencia. Ese martes fue el día más triste de todos, más triste incluso que el día en que me di cuenta que Mariamónica no era para mí. Más triste que cuando murió Gaby, o cuando maté a mi madre de dolor la noche en que me halló encerrado en la covacha de la casa fumando crack. Lejos quedó mi último día de vida: tenía 18 o 19, estaba todavía en high school y MSN Messenger nos invadía como una plaga que sin duda abrió camino a todo lo demás. “Te conectas” remplazó todo código o atributo de interacción y responsabilidad social; y fue entonces, creo yo, que inició el declive de las relaciones interpersonales en nuestra sociedad. Entonces, Google aún no conquistaba al mundo y ni hablar de fibra óptica, de wi-fi o de bluetooth. Hablar del blockchain era de idílicos, pero ya existía. En aquel entonces no había muro en la frontera, el VIH seguía siendo una condena de muerte, la epidemia de las redes sociales era impensable para cualquier chico de mi edad. Por aquellos días de transición, sucedió mi último día de vida: un lunes 14 de septiembre. Al día siguiente, martes, conocí a Macarena Chávez conchesumadre, como decía la peruana que iba a limpiar la casa y que le encantaba andar de chismosa. Le dieron un balazo. Me distraje. Regreso a mi computadora.

Algún día tenía que contar esta historia y pido a mis lectores, si los hay, que no se me compadezca. Si no logro matarme, si me capturan, si sobrevivo, envíenme sus cartas, que si aún vivo, desde la cárcel las voy a leer. Envíenme sus mensajes de odio, desprecio, asco y lástima. Vivo en 104 Daffodil Ave., en San Isidro. Vayan a destruir mi casa, mis cosas. Les doy permiso de arruinar lo que quede de mí después de hoy. Me merezco todo, hasta el desprecio de mis lectores, y soy tan cobarde que escribo estas líneas minutos antes de enviarlas al editor porque sé que voy a matarme. Y si no consigo quitarme la vida yo, se los encomiendo a ustedes. Búsquenme, que no pondré oposición. No me tengan piedad, no me la merezco. Ya estoy cansado de tanto camino, de subir y de bajar, de andar... Ya me quiero ir de aquí. Me permito estallar en este llanto porque ya no me da vergüenza nada. En este llanto les aseguro que me quiero ir de aquí, a donde sea, pero lejos de esta realidad que me tocó conocer. La mujer se acerca y me mira con lástima, pero es dura y me recuerda a mi madre mientras baja la mirada con soberbia y le da un trago a mi Chivas diluido en agua que anoche fue hielo. «Te faltan huevos» me dice desafiante mientras aprieta entre sus manos mis testículos encogidos no sé si por el frío o por la cocaína. Ella me ve llorar y se atreve a clavarme los ojos en todo el miedo que se evidencia en mis ojos cuando la veo. Siento un dolor que merezco pero que no soporto. La empujo con la fuerza necesaria para separarla sin lastimarla. «Te faltaron huevos para decir que fuiste tú el border patrol que los liberó, te faltaron huevos». La miro y se acumula la ira en mi puño derecho. Ella continúa: «No te mueras», decía mientras se acercaba más a mí. «siéntelos» me decía mientras me clavaba sus ojos como ganchos. Y de pronto todo se reprodujo en mi mente como una película: Recordé a Don Patricio Reyes y a su esposa Esperanza de León. Recordé los gritos desde el interior del vagón. Cierro mis ojos pues siento pena de mí mismo. Me merezco lo peor, me merezco morir. La mujer da la vuelta y me dice que su tío le habló de mí. Que yo los salvé y que además fui el primer Border Patrol en ayudar a cruzar a los migrantes, aunque por ello me pagaran millonadas porque era la única forma en que podía traficar la cocaína sin que pudieran descubrirme. Yo fui más bien el primer Border Patrol migrante en traficar cocaína y no sé si Don Patricio lo llegó a saber o no, pero ella sí. Esperanza me lo gritó con los ojos: «Tu secreto está seguro, gracias por dejarnos seguir vivos». Me quiero matar de una vez. Ella recoge su ID que al pedírselo la noche anterior dejó sobre el buró. Yo pensé que era fake, y de haber sido ese no hubiese sido mi problema. Pero supe que era real cuando se lo arrebaté y leí su nombre: Renata C. Reyes-Tamez.

Yo fui el primero, y moriré este martes después de mandar esta nota a mi editor. Saltaré desde la parte más alta de este hotel y estamparé mi cuerpo contra el suelo. Vivo en 104 Daffodil Ave.

Firma Aurelio Chávez.
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